miércoles, septiembre 13, 2006

viernes, mayo 07, 2004

Este texto, cuento, relato o lo que fuere, forma parte de mi libro, Nunca nada es exactamente así, publicado por Tierra Adentro. También se publicó en uno de los primeros números de El Zahir, bonita revista, grandotota…


11:52 p. m.


Para Carlos Híjar Arreola

Escribes. Te aferras al lápiz, tanto como si fuera parte de ti, como si estuviera encarnado en tu mano derecha, ahí entre el pulgar y el índice. Te lo despegas después de escribir tres horas consecutivas, sólo para quitarte de la mejilla -sudada irritada- esa gota que tu creías de sudor, pero que después compruebas no lo es, cuando descubres la génesis de ese decimal de mar que intenta borrar lo que en el papel escribes. Lágrimas, nada más eso te faltaba, lágrimas sin motivo aparente, como plumas de ave roc sobre tu escritorio. Es entonces cuando corres la cortina con un fuerte ademán y se escabulle por entre las celosías ese viento perenne que te calma por un momento el calor interno, casi ulceroso, de haber producido una tormenta sobre tus manuscritos. Sólo unos segundos -quizá tres, quizá siete- te invade el gusto agrio de sentirte valiente, porque más tardas en pensarlo que en salir de nuevo, como en fila, una tras otra, las gordas gotas, burdas lágrimas que golpetean sin cesar sobre el papel, como queriendo perforarlo, como deseando distraerte de esa contemplación que haces de la noche. Por la ventana, por tu ventana, la noche no mide más de uno por tres de ancho, pero con eso te basta para percibir el tenue color gris del aire, que ahora pasa del gris al negro y del negro al gris. En tu cuatro sigue lloviendo, y de pronto, todo para, todo cesa mecánicamente; se te quiebran las rodillas en sentido contrario a la manera en que uno se hinca, se te rompen así, te las rompes así, como queriendo entrar al templo que tienes a tus espaldas. Caes estrepitosamente y tu cuarto, en dos segundos -en uno, tal vez- se transforma, ya no importa nada, ni el cigarrillo consumido hasta el filtro, ni la taza de café a medias, ni el frasco de Válium vacío que apenas si es movido por una ráfaga de aire que lo hace caer desde encima de tu máquina de escribir, para ir a pegarte en la sien. No importa eso, no importa nada ya, porque la noche ha muerto, y con ella, alguien más.

DAVID IZAZAGA

jueves, mayo 06, 2004

Una versión algo distinta de este textito fue publicada por mi buen amigo Luis Vicente de Aguinaga en aquella bonita revista de corta vida llamda La Migala. La rescaté para pegarla aquí. Igual se la pueden saltar. Allá ustedes.


Una industria sin fin


a “Panchito” Vázquez

“Al paso que vamos, para el principio del siglo veintiuno, habrá más estatuas y monumentos que habitantes en China.” La anterior frase se la debo al general Don Antonio Silva Aranguren, a quien no conocí pero que pudo haber sido mi abuelo, según correspondencia amorosa –para la época– y libretas y de memorias que guardaba celosamente mi abuela, hasta que me las piñé. (Ojo: piñar es un verbo nuevo, descubierto al mismo tiempo y por la misma persona que registró hace unos días el elemento 121 de la Tabla Periódica: el Robalio. Dicho verbo aparecerá ya en la nueva edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Gracias.) La frase en cuestión, debo advertir, se encuentra dentro del contexto de una serie de reflexiones que hace el General Silva en torno a México. Y en torno a esa frase he tratado de imaginar el grado de inteligencia, habilidad y visión que pudo haber caracterizado al General Silva Aranguren.
Una gran virtud y a la vez falta de tacto. La virtud: que el General Silva mostró visión al pronosticar un acelerado incremento en la construcción y elaboración de estatuas y monumentos. La falta de tacto: el cálculo que realizó. Para esto último surgen dos hipótesis: a) que dijo China por decir cualquier lugar (y entonces cabe pensar en lugares como Singapur, Madagascar o Zacapu, sin que eso altere el sentido de la frase), o b) que en verdad creyó que para entonces habría miles de millones de estatuas y monumentos. Me quedo con la primera de las hipótesis.
La aseveración del General Silva concuerda con lo que dijo Don Aníbal Kelly la noche que visitó mi casa: “En ningún lugar de todos los que he vistado hay tantos monumentos como en México”. Silencio sepulcral, pues nadie sabía del cosmopolitismo de Kelly.
Sin embargo, aun sin todo lo anterior, estoy consciente de que en México la gran industria del monumento trabaja sin descanso día y noche. La cadena se inicia con el nacimiento del personaje y termina con el que funde la estatua que ha dejado de ser relevante en la ciudad –sea porque sus ideas ahora van en contra del espíritu de la nación o porque ya nadie acude a dejarle flores en su aniversario–, o mejor: no termina jamás, pues con el metal fundido después harán llaves Alba que luego el padre pedirá a los feligreses para hacerle una estatua al señor Cardenal.
Porque en este mismo momento, me informan, en distintos puntos de la república se trabaja en diecisiete monumentos a Colosio, doce a Ruiz Massieu (el muerto), tres a Maquío, cuatro al Cardenal Posadas y uno al zapatista desconocido. Todo esto sin contar los del medio artístico (tres a La Tigresa, dos a Cantinflas, uno a Chaf y Kely y uno a Corona y Arau). Y sin contar también los catorce a Zedillo, que están detenidos en tanto no se decida si es mucho dispendio o no el ponerlo a caballo. Toda una industria, ni duda cabe.
Análisis aparte merece la idea de que no puede haber glorieta sin estatua o busto. Después estorba la glorieta y el prócer tiene que ser jubilado, como le pasó al Belisario Domínguez que estaba en una glorieta (Belisario Domínguez y Circunvalación Dr. Atl) de la que ya nadie se acuerda y que me lo mandaron a un parque que sólo existe en la mente de doce tapatíos. Ni qué decir del “Témoc” que estaba frente al Expiatorio y lo mandaron a hacerle compañía al Tenamaxtli (que estaba en el parque Alcalde y lo movieron también. ¡Uf!) que está en Analco.
Y propuestas no han de faltar, pero no quiero terminar sin dejar la mía: una estatua al líder del sindicato “patito” (sobrarán nombres), y colocarla en Arcediano, en el punto más bajo de la barranca. Si al rato hay presa y se llena todo de agua no faltará parque que lo arrope o, en todo caso, fundidora que lo vuelva llaves.

DAVID IZAZAGA

miércoles, agosto 27, 2003

martes, julio 01, 2003

viernes, mayo 23, 2003

Este texto que no había encontrado cobijo en ningún lado —seguramente por sus postulados francamente incendiarios—, lo ha encontrado finalmente aquí. Aquellos que compartan mis sufrimientos y gusten adherirse al movimiento, estén atentos, que antes de que Martha Saghún diga que sí va por la Presidencia, nosotros estaremos saltando de la clandestinidad a la dominación del mundo, Pinky.


La cofradía de los arrugados

"Planchar es una ciencia oculta", me dijo una amiga hace unos días. Y la cara me brilló de felicidad, como alegrándome ante el encuentro con alguien más que comparte mis angustias ante las nimias pero determinantes insignificancias que se topa uno por la vida. Encontré, pues, las razones y fuerzas necesarias para fundar una fraternidad, para iniciar con la adhesión de todos aquellos (que de seguro los habrá por millones) que se identifican con nuestros principios, que son —a saber— muy simples y que por supuesto expondré más adelante, una vez que haya planteado mis argumentos, que —repito— estoy seguro son los de muchos.
En las generaciones anteriores había el suficiente tiempo disponible para que las amas de casa fueran adentrándose en la ciencia oculta del planchado: iniciaban con pequeñeces como conocer la temperatura de la plancha (quemada de por medio) y continuaban con el conocimiento de cada uno de los distintos materiales a plancharse, amén de pasar por diversas lecciones tales como la forma, estilo y manera de llevar a cabo la acción del planchado.
Hoy las cosas no son como antes. Aparte de que la mujer tiene ya —en la mayoría de los casos— que trabajar, el tiempo se ha reducido para aprender dicha ciencia oculta, porque antes hay que saber computación, idiomas, ocuparse de la comida y, en fin, miles de cosas de la vida moderna. A nuestras abuelas la vida se les fue en la cocina y el planchado. Hoy, ya dije, no puede ser igual. Porque además, mientras la ciencia ha encontrado sofisticados mecanismos para hacer más fácil y rápida la vida moderna (pongamos por caso las cada vez más veloces y completas lavadoras o bien los hornos de microondas, que un día de estos nos dan la sorpresa y cocinarán ya hasta paella), la plancha sigue casi igual. ¿Por qué? Porque es una ciencia oculta.
Las planchas más modernas son transparentes y aerodinámicas y si acaso tienen un letrerito en el que se lee el nombre de las diversas telas y entonces uno sólo tiene que colocar la palanquita sobre el nombre de la tela que va a planchar (acto que fracasa cuando, por el uso de la prenda la etiqueta está ya medio borrada y ahí anda uno adivinando si aquello que se pone es lino, horganza o algodón) y se encomienda uno a Dios. Mientras ya hay televisiones interactivas, la plancha sigue sumida en la ambiguedad de esperar a que la mano la lleve por los azarosos caminos de una tela a la que terminará maltratando por el efecto del calor, en el mejor de los casos. ¿Por qué pretender creer que uno puede mantener el cerebro puesto en la acción de la mano conduciendo el camino de la plancha sobre la superficie arrugada, una camisa que nos urge ponernos porque se hace tarde? Y es que hay que tener la cabeza en otro lado mientras uno plancha: la vida, esta vida, nos obliga a hacer una cosa con la derecha, otra con la izquierda y mover la cuna del niño con el pie. No podemos entonces perder minutos valiosos exclusivamente concentrados en ir trazando intrincados y lisitos caminos sobre el pantalón, cuidando que la maldita raya quede derechita. Porque ya llevamos diez minutos de retraso y hubiéramos llegado puntuales, de no ser porque por más que pasa uno la plancha sobre la prenda, esa arruga no se quita, como si hubiera nacido con ella. ¡Diablos!, ¿a quién se le ocurrió que había que caminar por la vida muy planchados, sin arrugas y con la ropa como si la trajera puesta un maniquí?
¡Por favor!, mucho menos con este clima en el que uno suele convertirse en una especie de caldera viviente. ¿Para qué pasarse la mañana desarrugando la ropa que en media hora se volvera a arrugar por el efecto del calor, el sudor y los vaivenes de la actividad cotidiana?
Por todo esto y más es que hemos decidido fundar La Cofradía de los Arrugados, que tendrá como su lema: "Mueran los planchaditos" y que una vez logre transitar de la rebeldía clandestina al poder, mutará su lema al de "Vive arrugado, vive feliz", que además es el estadio máximo al que pretendemos llegar.
¿Qué pasa si una camisa o una falda tiene o no tablón? ¿Deja acaso de ser fina o le da más o menos presencia a quien la viste?
Basta de ridiculeces y de simulaciones: mientras la ropa esté limpia, lo arrugado hasta puede ser no una moda, sino toda una propuesta de vida.
Y que no nos vengan con que hay ya productos novedosos que en un dos por tres nos harán más fácil la planchada, que una ciencia oculta no admite de improvisados charlatanes. Recordemos con veneración a nuestras abuelas que —cual chamanes— dominaron la técnica y aceptemos la realidad gritando a los cuatro vientos: "el mundo es de los arrugados". Faltaba más.

DAVID IZAZAGA

jueves, mayo 08, 2003

A este cuento le tengo mucho cariño, no sólo por el tema, sino porque me ha funcionado muy bien en las dos o tres ocasiones que me ha tocado leerlo en público. Se publicó en aqulla legendaria revista de nombre El Zahir y forma parte de un libro de cuentos, aún inédito, que lleva como título tentativo el de este blog. Por si fuera poco, está dedicada a mi tocayo favorito. Sea pues.


“Que entre Juanito”


A David Huerta

El sol le pegó en la cara casi al mismo tiempo que recibió la patada. Hubo tal coordinación que pareció, a la velocidad de razonamiento de Ramiro, una misma acción. La gente, expectante, contuvo por unos segundos la respiración hasta que un murmullo general se apoderó de las graderías. Ramiro estaba en el suelo y no podía ni siquiera abrir los ojos porque el sol se los cerraba. Mientras, en la cancha, don Juli se limitaba a ponerle la pomada de alcanfor, a “acomodarle” el hueso y (en silencio, en lo más hondo de sí y con todo el fervor del mundo) a pedirle a San Judas Tadeo que Ramiro pudiera levantarse y seguir jugando.
El entrenador estaba parado sobre la línea que divide la zona técnica del campo, ya había hecho una buena rabieta –con pataleos incluidos– en el momento en que la pierna del defensa tocó la rodilla de Ramiro, pero ahora, como casi todos, su próxima reacción dependía de lo que pasara con Ramiro. El marcador daba cuenta de sólo unos segundos, pero a todo mundo le parecían horas, decenios. Algunos jugadores permanecían en el lugar en que los había sorprendido la jugada y de ahí no se movían; otros, los menos, estaban cerca de Ramiro, sin pronunciar palabra. El entrenador sentía cómo, lentamente, las gotas de sudor le resbalaban por toda la cara y se dio cuenta que apretaba bárbaramente los puños hasta que con su propia uña se abrió una herida en la palma de la mano. Ya estaba pensando de dónde iba a sacar el dinero que le apostó y que –por supuesto– no tiene, al dueño de la fábrica donde trabaja.
En las gradas, del lado contrario al que cayó Ramiro, dos niños se paran a gritarle a su papá que se levante, mientras su esposa, con el otro niño en brazos, en medio de refrescos, cervezas y bolsas que guardan tortas (una, la más grande, es para Ramiro), ha despegado el pecho de la boca de su crío para esperar a ver que su esposo se levante. El niño llora y la madre lo haría de no ser porque sabe que se vería ridícula (quién le manda andarle apostando “el chivo” de la semana a su comadre).
Sólo unos cuantos chiflan y presionan al árbitro para que apure a Ramiro y se reanude el poco tiempo que le falta al partido. Los más permanecen callados y ahora respiran al mismo tiempo que ven a Ramiro incorporarse. El entrenador se limpia el sudor con la manga de la camisa y alcanza a medio sonreír. En la banca, el único jugador que queda es Juanito, pues cuando el partido es en domingo a mediodía como hoy (méndigas fiestas, piensa el entrenador), con trabajos y se ajustan los once. El mismo Juanito también respira más tranquilo cuando ve que Ramiro da algunos pasos.
El partido se reanuda, pero antes de que Ramiro pueda volver a tocar el balón, cae de nuevo. Ya no puede continuar, ni con todos los menjurjes, masajes y rezos que le echó encima don Juli, ni con las porras de sus hijos, ni con las ganas de su esposa, ni con las “animadas” que le da su entrenador (ándale, no seas cabrón, nomás faltan cinco minutos). No, ya no puedo, dice Ramiro, que entre Juanito. “Que entre Juanito”, retumba el eco no sólo en los oídos del entrenador, sino en los del mismo Juanito. “Que entre Juanito”, repite, lentamente Juanito, como saboreando cada letra al tiempo que la pronuncia para sí: “Que entre Juanito”. Y para Juanito el mundo le ha abierto una puerta que jamás pensó tocar, él que tanto admira a Ramiro, él que sólo iba a los partidos por ver a Ramiro, él que nunca pensó siquiera jugar, que se había hecho a la idea de, materialmente, calentar la banca, ahora ha escuchado cómo Ramiro le dijo al entrenador: “Que entre Juanito”. Él lo oyó y así fue, lo sabe, porque si alguien se lo hubiese contado no lo hubiera creído. “Que entre Juanito”. Y mientras vuelve Juanito a pronunciar la frase, el entrenador, sin voltearlo a ver, lo llama: “prepárate Juan, que vas a entrar”.
La gente que ve salir del campo a Ramiro casi se colapsa, saben que con él había siquiera esperanzas de romper el empate, pero ahora, con menos de cinco minutos de tiempo y sin nadie al frente, ya sólo queda esperar un milagro. Entretanto, Juanito sigue repitiendo la frase que no termina de asimilar: “Que entre Juanito”, repite mentalmente mientras apenas y hace algunos movimientos para desentumirse. El entrenador está pensando si no será mejor mandar a Juanito a la defensa, pero piensa que sería muy riesgoso, así que las instrucciones son precisas: “vete adelante”.
Cuando Juanito está en la línea, esperando la autorización del árbitro para entrar, la gente no da crédito, ¿Juanito va a jugar?, se preguntan, se miran unos a otros, pero no atinan a tener una expresión uniforme cuando Juanito entra en la cancha. El árbitro ordena que se reinicie el juego y Juanito sigue saboreando la frase que le ha dado sentido a este domingo que pintaba para ser como otros –“Que entre Juanito”– pero no, ahora el día, qué va, la vida es otra. “Que entre Juanito”. El entrenador ordena, dando gritos desde su banca, que todo el equipo defienda, menos Juanito, que se queda solo en la media cancha, con la desinteresada vigilancia del portero contrario que no le teme a un cojo.
La gente ya no grita, sólo quiere que se acabe el partido, por eso comienzan a chiflar. El entrenador suda, aprieta las quijadas y se lamenta de haberle dado el empate a su jefe en la apuesta, pero es que tenía tal certeza del triunfo que... es más, si Ramiro no se hubiera lastimado está seguro que ya hubiera metido otro gol. Si metió cinco, en lo que faltaba, seguro metía otro. Y eso mismo piensa Ramiro, tirado junto a la banca, mirando cómo su equipo se defiende de las llegadas de sus rivales.
Mientras, Juanito se deshace en gritarles a sus compañeros, desde la media cancha, que le manden el balón, pero cada que alguno lo recupera e intenta, no precisamente dárselo a Juanito, sino mandarla lejos, llega un rival y la recupera. En el campo de juego hay un silencio muy extraño, desconocido, como aquel que antecede a un acontecimiento que no estaba escrito, sino que comienza a escribirse encima del que existía. Faltan segundos para que todo acabe, ya todo está resuelto, ya nadie apela a que suceda algo distinto que no sea el silbatazo del árbitro para ponerle fin al partido. El entrenador se ha relajado, como aceptando la consumación de un hecho que no tiene más remedio. Ramiro intenta ocultar las lágrimas que le brotan con el sudor que todavía corre por su cara. Su esposa está recogiendo las cosas y gritándole a los chiquillos para que se alisten a bajar las gradas e irse los más rápido posible. Un tiro fuerte de un jugador termina en las manos del portero que despeja con todo su rencor. “Que entre Juanito”, está repitiendo Juanito cuando ve que el balón viene hacia él. “Que entre Juanito”. El portero no sabe si quedarse en su área o salir a enfrentar al cojo. “Que entre Juanito”. La gente contiene la respiración. Juanito comienza a correr hacia la portería cuando ve que el balón no hace por bajar. El portero finalmente se decide a salir: “no me la va a ganar el pinche cojo”, piensa. Hay un silencio en todo el campo que permite oír perfectamente los pujidos del esfuerzo que hace Juanito al correr por el balón. Juanito piensa que ésta es la oportunidad que toda la vida ha esperado. “Que entre Juanito”. Todo mundo lo observa, pero eso no importa, Ramiro, que dijo que entrara, lo está viendo. El balón viene bajando. Juanito corre y el portero se aproxima. La gente no se mueve, podría incluso escucharse el zumbido de una mosca. Parece que el portero llegará primero, pero ya sabemos que las apariencias siempre engañan y además Juanito, al tiempo que repite, ahora en voz alta, “Que entre Juanito” da un espectacular salto, empujándose con su pierna buena, para alcanzar a ganarle al portero el balón y pegarle con una fuerza que nunca ha tenido. Ahora ambos están en el suelo, un segundo antes han tenido un tremendo choque, pero ya no se acuerdan y los dos, tirados, voltean hacia la portería y ven, al igual que todos, como el balón, que en última instancia fue empujado por la pierna mala de Juanito, viene bajando de nuevo. Juanito no ve la portería, sino que voltea hacia donde está Ramiro. “Que entre Juanito”. El entrenador contiene la respiración y dice en silencio, como suplicando “que baje el balón, que baje...”. El portero quisiera atajar el balón con la vista. “Que entre Juanito”. El balón va como en cámara lenta, bajando, bajando. “Que entre Juanito...”.

DAVID IZAZAGA